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El mundial ’78 desde mis ojos de niño
A solo un día de las semifinales del mundial, el estudiante de letras Diego Ignacio Giménez nos traslada, entre el entusiasmo y el terror, al mundial ‘78 desde sus ojos de niño.

El tema musical era épico: Cuando uno a los 6 años escuchaba ese tema sentía en el plexo el orgullo de ser argentino, la comunión con todos los demás y la sangre como una tinta celeste y blanca. En fin, todo lo que los malditos asesinos querían que uno sintiera.

El bombardeo de imágenes con el ícono del mundial (En el que en las denuncias Europeas – la famosa campaña antiargentina- reemplazaban la pelota por una calavera) y el gauchito, la mascota del mundial era permanente en cuanto objeto se produjese en la agónica industria nacional o en los importados ad hoc para el evento, como las banderitas plásticas made in japan. Todo era made in Japan o made in Hong Kong (que en ese momento aún era una colonia inglesa) .

En la escuela n° 39, en el barrio La Porteña, en las últimas cuadras al sur de Berazategui nos hicieron hacer una fila y una maestra repartió de unas cajas remitidas por el gobierno unas pelotitas de goma blanca que imitaban una pelota de fútbol con el logo del mundial.

Yo, como era respetuoso de las leyes y las instituciones no hice la fila más de una vez pero hubo otros que, también a tono con la argentinidad reinante, hicieron dos o tres veces la fila y se quedaron con varias pelotitas. Las pelotitas de unos 6 centímetros de diámetro estaban buenísimas y rebotaban maravillosamente. Yo las hacía rebotar contra las paredes del Banco Provincia, cuando acompañaba a mi mamá a cobrar el sueldo de maestra.

La tele estaba en la cocina y todos estábamos ahí al calor de una estufa de querosén porque no había gas natural. El resto de la casa permanecía deshabitada en esas tardes noches de junio. Los jugadores eran unos muñequitos que se movían en el campo de juego. No había la cantidad de cámaras que hay ahora en los partidos y todo en la pantalla aparecía en diferentes gamas de un gris azulado lo que implicaba cierta dosis de imaginación.

Una vez que me acostumbré a vislumbrar qué equipo era cada uno mirando para dónde corrían los jugadores cambiaron de lado y me desorientaron. No soy ni nunca fui afecto al fútbol pero en mi deseo profundo de ser un poco más normal y más parecido a los otros pibes quería ver algún partido para poder decir algo cuando todos hablaran en la escuela.

Había dos datos que manejaba: no jugaba Maradona, que jugaba bien pero estaba en el seleccionado juvenil, el goleador se llamaba Kempes y el director técnico Menotti. Había salido dibujado en la tapa de la revista Humo® que se leía en casa con las orejas del ministro de economía Martínez de Hoz.

Había un tema polémico con el largo del pelo de los jugadores: que si se lo tenían que cortar, que si no se lo tenían que cortar. Se aducían razones hasta aerodinámicas pero lo cierto es que si alguien iba por la calle usando pelo largo y siendo hombre (lo que en el ´78 se entendía como hombre varón, Cis o cualquiera que simulara serlo en función de su propia supervivencia) la policía podía llevárselo (y lo hacía) y cortarle el pelo al ras en la comisaría.

Terminó el partido. No recuerdo cuál de ellos. ¿Habrá sido la final? Y se escucharon los gritos en todas las casitas iguales del barrio del FONAVI inaugurado en el 75 antes del golpe.

Yo quise ir a festejar. Dany Bobrik, mi vecino de la cuadra me vino a buscar. Pero mi viejo se opuso, el gobierno que organizaba todo era malo. Pero él había mirado el partido. Mi vieja intervino y autorizó. Como no tenía el merchandising oficial recuperé de los restos de los materiales escolares de la semana de mayo unas tiras de papel crepé celeste y blanco y con una olla y una cuchara de madera me fui a cacerolear imbuido en el espíritu patrio, con la basurita de la mirada paterna en algún lado interno, como una flatulencia atravesada en el intestino.

Yendo hacia la esquina me encontré con los chicos «grandes» Beto, Chocolate, El Chancho, Pablo, Fernando. El Chancho tenía toda la parafernalia correspondiente porque el padre trabajaba en SEGBA y ganaba bien. Tenía unos silbatos de chapa y me regaló uno. Yo era aceptado, era un argentino más.

En la esquina doblaban los autos y camiones que salían del barrio para ir hacia el obelisco o hacia dónde fuese. Ir al obelisco para mí era como ir a Nueva York, un plan impensado. No había autopista, era una tarea que demandaba un tiempo pero que se hacía.

Pronto el flujo de autos finalizó, las voces se acallaron y volví a casa. El discurso de mi viejo no lo entendí. Las palabras eran a medias.

En la radio y en la tele, sonaban una y otra vez los himnos del mundial:

Vamos, vamos argentina,

vamos, vamos a ganar,

que esta barra bullanguera

no te deja, no te deja de alentar

El Comité Federal de Radiodifusión (COMFER) era otra cosa entonces y no se puteaba por la televisión ni la radio.

También estaba el himno del mundial: 

25 millones de argentinos 

jugaremos el mundial,

la justa deportiva sin igual,

mundial, un grito de entusiasmo universal

vibrar, soñar, luchar, triunfar

luciendo siempre sobre la ambición y la ansiedad

temple y dignidad

jugar en limpia competencia hasta en final

sentir latente en cuerpo y alma el ideal

así brindar a todos nuestra enseña grande

y fraternal, azul y blanca celestial.

Con fervor enfrentaremos,

con amor recibiremos,

con honor en la victoria o en la derrota

palpitando igual, nuestro corazón (…)

La música era de Ernio Morricone, sí, el de Cinema Paradiso. ¿Cómo no emocionarse?

Mi tía compró unas monedas conmemorativas metidas en un bloque de acrílico transparente para mi primo. Espero que aún las tenga en algún lugar. Yo se las envidiaba secretamente.

En agosto del ´78 cumplí 7 años y todavía daban vuelta por todas partes los productos con el merchandising del mundial. La mitad de mis regalos tenían impreso el gauchito o el logo de las dos franjas rodeando la pelota. De los regalos restantes al menos tres fueron agendas telefónicas automáticas. Un dispositivo de plástico, hermoso en el que marcabas la letra y se abría en la hoja seleccionada. Allí fue que anoté prolijamente el número de mi única tía que tenía teléfono. En mi barrio en 1978 no había ni siquiera un teléfono público y no habría ninguno por mucho tiempo más.

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