Era una tarde tranquila en Buenos Aires, el sol empezaba a bajar y Daniel Valdez, con su pelo desordenado y sus inseparables gafas de montura gruesa, discutía acaloradamente en un aula de la Facultad de Filosofía y Letras. Hablaban sobre la próxima asamblea del centro de estudiantes y, como siempre, las opiniones volaban alto. Estaban en la toma del edificio de la facultad que buscaba resistir el anuncio de intervención de las universidades públicas dictado por el presidente de facto Juan Carlos Onganía. De repente, un ruido fuerte y metálico se escuchó en el pasillo. Daniel apenas tuvo tiempo de girar la cabeza cuando la puerta del aula se abrió de golpe y entraron policías armados con porras. El golpe de las porras resonaba en las paredes. Los estudiantes se vieron confundidos y, antes de que pudieran reaccionar, la policía irrumpió en el aula. Daniel intentó proteger a sus compañeros, pero los golpes cayeron implacables sobre su cuerpo. Fue arrestado junto a otros estudiantes. En la celda, con el rostro hinchado y sangrante, compartió sus pensamientos con un compañero de celda, un joven de Sociología:
— No podemos permitir que nos callen así. Esto es solo el principio. Si dejamos que nos derroten ahora, nunca conseguiremos el cambio que necesitamos — decía, mientras el dolor físico se mezclaba con una creciente determinación.
Daniel creció en un hogar modesto en Caballito. Su madre, Alicia, era una dedicada maestra, y su padre, Roberto, un trabajador ferroviario con un fuerte sentido de justicia. Desde joven, entendió la importancia del trabajo duro y la educación. Con una hermana menor, Ana, siempre sintió una responsabilidad de proteger y guiar. A menudo recordaba las noches en casa, con su padre hablando sobre las luchas sindicales, inculcando en él un profundo sentido de justicia y solidaridad. En casa, Roberto le contaba historias de resistencia y le enseñaba a valorar la solidaridad y la justicia social. Una noche, sentado a la mesa de la cocina, Roberto le dijo:
— Hijo, nunca olvides que la lucha por la justicia social no es solo para uno mismo, sino para todos. El valor de una persona se mide por su capacidad de ayudar a los demás, incluso cuando es difícil.
Después de esa brutal noche en la universidad, Daniel se sumergió aún más en la política. Junto a sus amigos Martín y Laura, participaba en intensas discusiones y organizaba protestas. Las aulas se convirtieron en centros de resistencia. En una de esas asambleas, Daniel, con su mente analítica y empatía natural, emergió como un líder:
— No podemos retroceder. La universidad es nuestra, y vamos a luchar por ella — proclamó, recibiendo el apoyo fervoroso de sus compañeros.
A principios de los setenta, Argentina estaba en plena efervescencia política. Daniel, ahora profesor de secundaria, sentía la necesidad de un cambio profundo. La elección de Héctor Cámpora en 1973 fue un rayo de esperanza. La primavera camporista trajo consigo una apertura y reformas que parecían el inicio de algo grande. Participaba en proyectos comunitarios, programas de alfabetización y cooperativas vecinales. Las reuniones en las casas de los vecinos estaban llenas de entusiasmo y sueños de un futuro mejor. En su rol de profesor, Daniel no sólo impartía clases, sino que también organizaba actividades comunitarias. En las tardes, se reunía con vecinos y colegas para planificar programas de alfabetización para adultos, y en los fines de semana, participaba en cooperativas vecinales, ayudando a organizar mercados comunitarios y proyectos de construcción de viviendas.
El regreso de Perón dio un giro inesperado para toda la familia de Daniel. Era el 20 de Junio de 1973, él y sus amigos se encontraban en Ezeiza desde muy temprano esperando la llegada del general. Después de 17 años, Juan Domingo Perón volvía a la república, aunque esto no sería tan alentador como él esperaba. Su día comenzó mal; intentaron llegar al aeropuerto por la ruta 205, pero se enteraron de que esta había sido cortada solo para uso del periodismo y demás. Por lo que decidieron seguir a la multitud e ir todos por el mismo camino. En un momento, mientras cantaban la marcha peronista, con bombos, una multitud impresionante y felicidad por todas partes, empezaron a escuchar múltiples disparos, sin saber de quiénes provenían. De un momento a otro, sintió un golpe en la cabeza y apareció en su casa sin saber qué había pasado.
Sus amigos le contaron al otro día cómo, de la nada, le pegaron un culatazo y él cayó desvanecido en el suelo. De un momento a otro apareció en el palco un señor de bigote mostrando un arma y ahí se dieron cuenta que iba a terminar todo muy mal. Leyendo el diario, se enteraron que más de 300 personas habían sido lastimadas y que por lo menos 13 personas habían fallecido. Era complicada la realidad del país. Perón no terminó de bajar del avión. No solo se perdió la oportunidad de conocer al general, sino que también se había desatado una pelea interna entre sectores peronistas.
Luego de un año muy movido, donde Cámpora había renunciado a su mandato, Daniel pudo volver a ver al general en la presidencia. Pero el 1 de julio de 1974 todo cambiaría. Era temprano por la mañana, Daniel se preparaba para ir al trabajo y, como todas las mañanas, prendió la televisión. Ahí se enteró de la peor noticia que podía recibir: Isabel de Perón anunció ese día que el general Juan Domingo Perón había fallecido, y con él, el sueño de Daniel de ver de nuevo a su patria florecer. Una sensación de vacío y una clara visión de un futuro no próspero para la nación se veía delante de los ojos de quien algún día creyó que su presidente cambiaría el futuro de Argentina
La corta presidencia de Isabel Perón fue para Daniel un período de creciente incertidumbre y peligro. Tras la muerte de Juan Domingo Perón en 1974, el país quedó sumido en el caos y la violencia. Isabel asumió la presidencia en un ambiente tenso y convulso, y las esperanzas de Daniel y sus compañeros se vieron rápidamente frustradas.
Daniel se encontraba una tarde en su pequeño departamento en Caballito, sentado en la mesa de la cocina, rodeado de papeles y panfletos. La luz del atardecer entraba por la ventana, iluminando el polvo en el aire. Martín y Laura, sus compañeros de militancia, estaban con él discutiendo las últimas noticias.
— La Triple A está fuera de control — dijo Martín, con el ceño fruncido — Ayer se llevaron a Julio, y nadie sabe dónde está.
La paranoia era palpable. Daniel no podía dejar de mirar hacia la puerta, como si en cualquier momento alguien pudiera irrumpir.
—Tenemos que ser más cuidadosos— dijo Laura, susurrando.— No podemos confiar en nadie fuera de este círculo.
Las noches eran largas y llenas de miedo. Daniel a menudo se encontraba caminando solo por las calles oscuras de su barrio, con el eco de sus pasos resonando en el silencio. Una noche, mientras regresaba a casa después de una reunión, vio un auto negro estacionado en la esquina. Se detuvo, el corazón latiendo con fuerza, y decidió dar la vuelta, tomando un camino más largo y sinuoso para llegar a su casa.
La represión también afectaba a su familia. Su madre, Alicia, lo miraba con preocupación cada vez que se veían.
— Tené cuidado, hijo — le decía, su voz temblando — No quiero perderte.
Su hermana Ana, ahora con 18 años, se había vuelto más callada y retraída, el miedo a perder a su hermano mayor siempre estaba presente. La economía empeoraba cada día. Daniel veía cómo sus vecinos luchaban por sobrevivir, y la desesperación en sus rostros se hacía cada vez más evidente. Una tarde, mientras estaba en la cola de la panadería, escuchó a una mujer mayor, llorando, hablar sobre cómo no podía permitirse comprar pan para sus nietos. Esa noche, Daniel y sus compañeros organizaron una colecta de alimentos, repartiendo lo poco que tenían entre las familias más necesitadas del barrio.
A pesar del riesgo, Daniel continuaba al pie del cañón. Mantuvo reuniones secretas con otros activistas, redactando panfletos y organizando pequeñas acciones de resistencia. Una vez, se reunieron en el sótano de una vieja librería. La conversación era tensa, todos conscientes del peligro que corrían.
— Tenemos que seguir adelante — dijo Daniel, intentando infundir ánimo — No podemos dejar que el miedo nos paralice.
Los días posteriores al golpe de Estado fueron un torbellino de confusión y miedo para Daniel. La represión se intensificó rápidamente, y las noticias de desapariciones y torturas llegaban como susurros de todos lados. El país estaba sumido en una oscuridad abrumadora. Daniel sabía que estaba en peligro, pero dejar su hogar y a sus compañeros de lucha no era una decisión fácil.
Una tarde, mientras estaba sentado en su departamento, recibió una llamada urgente de Martín.
— Daniel, los militares vinieron a buscarte. Tienen tu nombre. Tenés que irte, ahora.
El corazón de Daniel se aceleró. Colgó el teléfono y miró a su alrededor. El pequeño departamento, lleno de libros y recuerdos, le parecía de repente ajeno. Sabía que no podía quedarse, pero la idea de abandonar todo lo que conocía lo paralizaba. Miró sus manos temblorosas y se obligó a moverse. Comenzó a empacar apresuradamente. Metió en una mochila lo esencial: ropa, algunos libros, y una foto de su familia. Cada objeto que guardaba parecía un pequeño adiós, un fragmento de una vida que ya no sería suya. Mientras doblaba una camisa, sus pensamientos se nublaron con la imagen de su madre, su preocupación constante por él, y su hermana, que apenas había comenzado a vivir su propia vida.
El peso de la decisión era insoportable. Se sentía un cobarde, abandonando a sus amigos en medio de la lucha. Pero también sabía que desde el exilio podría seguir contribuyendo de alguna manera. La seguridad desde el exterior le permitiría alzar la voz por aquellos que ya no podían hacerlo. Se repetía esto una y otra vez, intentando convencerse a sí mismo.
Finalmente, llegó el momento de partir. Se despidió de su familia con abrazos largos y silenciosos. Su madre le susurró:
— Sobreviví. Eso es todo lo que te pido — Daniel asintió, sintiendo las lágrimas asomarse, pero se contuvo. No podía permitirse el lujo de llorar.
Cuando salió a la calle con su mochila al hombro, la ciudad le parecía extrañamente tranquila, como si Buenos Aires contuviera la respiración. Caminó hacia la estación de trenes, sintiendo el peso de cada paso. Miró a su alrededor una última vez, memorizando cada detalle, cada esquina, como si fuera a perderlo para siempre.
En el tren hacia el aeropuerto, Daniel se sentó junto a la ventana, viendo cómo la ciudad se desvanecía en la distancia. La incertidumbre sobre el futuro lo abrumaba, pero una pequeña llama de esperanza ardía en su interior. Desde Europa, continuaría la lucha, de una manera diferente pero igualmente importante. Se prometió a sí mismo que volvería. Que un día, cuando la oscuridad se disipara, regresaría a su hogar. Por ahora, debía partir, llevando consigo los recuerdos y la determinación de nunca olvidar por qué luchaba. El tren avanzaba, y con él, el primer paso hacia una nueva y desconocida etapa de su vida.
Valentino Bulgheroni, Salvador Iúdica, Joaquín Martínez Isola y Santino D´ángelo.