En perspectiva podríamos coincidir que la Guerra de Malvinas fue un conflicto absurdo, desproporcionado y fuera de contexto. Vencer a la Armada Real con armamentos perimidos y con adolescentes prácticamente sin preparación ni equipamiento requeriría poco menos que un milagro. Lo cierto es que a partir del 2 abril de 1982 el pueblo vivaba en las plazas argentinas la recuperación de las islas. En Mar del Plata, todos, o la gran mayoría nos sentíamos partícipes activos. Llenábamos arcones con frazadas, abrigos, chocolates, cartas y múltiples pertrechos para nuestros héroes. También en la escuela nos preparábamos para la defensa. Ante la primera alarma de la seño Noelia, todo 4°B, ella incluida, se incrustaba de cabeza bajo los pupitres simulando un ataque aéreo. ¡Chicos!, decía incluyendo también a las niñas, ¡tápense la cabeza con las manos!
A veces miraba el cielo y tenía miedo. Nunca lo exterioricé, pero mi madre, seguramente percibiéndolo, intentaba desviar mis temores diciendo: “Lau no te preocupes que si vienen los aviones ingleses van a pasar de largo. ¿Viste el cartel luminoso de Havanna que hay en el muelle al que vamos a pescar? Bueno, cuando lo vean, los pilotos van a pensar que están en Cuba y van a seguir viaje”. Era sencillo engañarme… parece que al pueblo también: Mientras nuestros pibes en las islas morían a balazos, de frío o bombardeados en zonas “pacíficas” del Atlántico, gritábamos eufóricamente “estamos ganando”.
De acuerdo a mis cálculos, si la guerra se extendía por siete años me tocaba. Pero Pablo, el hermano mayor de mi amigo Sebastián, no pudo especular con cuentas y a sus dieciocho tuvo que partir. Tocaba el saxo como los dioses. Recuerdo a la familia rogándole que hiciera lo posible por mostrarle a los milicos que era músico y tener chances de zafar en la base.
Wikipedia cuenta 649 bajas y Pablo no estuvo entre ellos. Nunca vi moquear a nadie como a su madre a su regreso. No obstante, el infierno no solo se extendería a la familia de los caídos, a su vez, se instalaría fantasmagóricamente en las entrañas de los que volvieron. En criollo: la pesadilla de la guerra había pasado, la de Pablo no. Lo crucé algunas veces cuando fui a jugar con Seba y su saxo no sonaba.
Al parecer, la misma ingenuidad que impulsó al pueblo a las plazas lo condujo a creer que con el final del conflicto todo había terminado, y en verdad, la guerra y la desvalorización había calado hondamente en nuestros pibes sobrevivientes… Al poco tiempo, otra vez mamá pretendió con sus desvíos explicarme la crónica de un suicido anunciado.