“Aliosha comprendía muy bien que para el alma resignada del sencillo pueblo ruso,
acongojada por el trabajo y la amargura, y, sobre todo, por la injusticia constante y por el
constante pecado, tanto propio como del mundo, no hay necesidad más fuerte ni consuelo
mayor que hacerse con una reliquia o un santo, humillarse ante él y adorarle
Fiodor Dostoievski, Los Hermanos Karamazov.
Introducción
El panteón de héroes rusos tiene a Alexander Nevski, Gran Príncipe del siglo XIII, entre sus figuras más destacadas. Sin embargo, la poca información existente sobre el príncipe nos obliga a reflexionar acerca de su rol dentro de la necrópolis nacional. En este sentido, el presente artículo se propone abordar la figura de Nevski como un estudio de caso en el proceso de construcción identitaria eslava.
El Nevski histórico
Alexander Yaroslavich nació en 1221. En 1236 se convirtió en príncipe de Nóvgorod. Bajo su nuevo rol, debió afrontar dos invasiones europeas. En 1240 se enfrentó a los suecos en la confluencia del río Nevá. Por esta victoria obtuvo su apodo Nevski, es decir, «del Nevá». Dos años después venció a los Caballeros Teutónicos, integrantes de la Orden de Livonia, en la Batalla del Hielo sobre un lago Peipus congelado, en la actual frontera entre Estonia y Rusia. Posteriormente, se coronó como Gran Príncipe de Kiev y Gran Príncipe de Vladimir. A su vez, obtuvo una serie de victorias menores frente a los lituanos y finlandeses. Falleció en 1263, luego de pasar sus últimos años como monje1. Poco más se conoce sobre la vida de Nevski.
El Nevski canonizado
El primer monarca que reivindicó a Nevski fue Iván IV. A mediados del siglo XVI, el zarato ruso –régimen político cuyo autócrata adquiría el título de zar– inició una guerra contra Livonia, por lo que retomar la figura del militar adquirió una utilidad inédita. Simultáneamente, el Metropolitano de Moscú Macario –máxima autoridad religiosa en el territorio que coronó y nombró zar a Iván– estableció la santidad de Nevski y otras personalidades pasadas2. Sin profundizar en cuestiones religiosas, la canonización de Nevski resulta conflictiva, ya que el príncipe no realizó milagros, no fue un mártir y, hasta donde sabemos, tampoco contó con facultades espirituales loables. Su santidad radica en aspectos simbólicos: como una muestra de dilección a la verdadera fe en su defensa de la Ortodoxia frente a los infieles católicos.
Para comprender esta anomalía, es necesario conocer el contexto que atravesó el actual territorio de Rusia. Durante el siglo XIV, los grandes príncipes de Moscovia incorporaron bajo su poder las tierras aledañas y reclamaron su soberanía sobre el resto de principados y repúblicas independientes rusas, cimentando un nuevo orden político: el zarato. Por esto, ambos procesos –el renacimiento y la canonización de Nevski–, aunque originalmente separados, confluyeron finalmente en un mismo objetivo: la construcción de una base ideológica para el nuevo régimen político que significó el zarato. El nuevo sistema político, aún en construcción a partir de la incorporación de los demás principados con Moscú como centro hegemónico, requería de una línea genealógica que permitiera unir las voluntades y legitimar su posición. La heroificación de Nevski, como una figura primigenia del orden moscovita, dotó al régimen de dignidad. A su vez, se consolidaron las ideas de una comunidad esencialmente ortodoxa, y de un Iván IV como único gobernante ortodoxo legítimo, con Moscú convirtiéndose en sucesora de las anteriores capitales imperiales Roma y Constantinopla3. La figura de Nevski, tanto su lado militar como su lado santo, sirvieron a ambas instituciones –el zarato y la Iglesia– para desarrollar un nuevo corpus teórico. Así, el nuevo régimen consolidó su identidad, configurando su brújula religiosa, la Ortodoxia de Oriente, y un pasado glorioso, tanto endógeno –modelando un linaje militar victorioso– como exógeno –al reivindicarse como heredero inmaterial de la Antigua Roma–.
El Nevski reinterpretado
Siglos más tarde, la promoción de Stalin como Secretario del Partido Comunista en la Unión Soviética conllevó la incorporación de un patriotismo inusitado dentro de la estructura ideológica de la U.R.S.S.. Una de las personalidades restituidas fue precisamente Alexander Nevski. La forma en que se materializó esta recuperación fue, fundamentalmente, cinematográfica. A fines del ‘30, Serguei Eisenstein dirigió una película centrada en la Batalla del Hielo. En ese momento, las relaciones entre la Alemania del Tercer Reich y la Unión Soviética eran tensas ya que los alemanes desarrollaron campañas de propaganda anticomunistas y antisoviéticas. En tal sentido, la respuesta de los soviéticos no se hizo esperar. El film fue un producto netamente propagandístico, que buscó movilizar sentimientos
nacionales y antialemanes, presentando a los Caballeros Teutónicos como seres inhumanos y violentos, y utilizando a su vez iconografía propia del Tercer Reich. Su estreno se produjo originalmente en 1938, pero fue retirada al año siguiente luego de la firma del Pacto Molotov-Ribbentrop, el cual establecía una serie de cláusulas de no agresión entre ambas potencias. Cuando los alemanes ignoraron el Pacto e invadieron la Unión Soviética en 1941, la película fue reestrenada4.
Centrándonos específicamente en la representación de Nevski, observamos que se focalizó principalmente en su faceta guerrera. Acorde con la ideología socialista atea, la religión ocupó un rol menor, prescindiendo de la vertiente cristiana presente en la figura del príncipe. El Nevski expuesto como hombre sencillo, con su representación pescando al comienzo de la película, se interrelaciona con el héroe legendario, que hacia el final advierte, a modo casi proverbial, «quien viene a nosotros con espada, a espada morirá». De este modo, el príncipe fue un medio esencial de unidad nacional; Nevski representó la adhesión y total abnegación en favor a la patria que el gobierno soviético buscaba inyectar en la sociedad.
Décadas después, el ascenso de Putin como presidente de la Federación de Rusia supuso una reconfiguración del pasado y la reconstrucción de la identidad nacional. En este sentido, se produjo una reconceptualización de la figura de Nevski. El Gran Príncipe recuperó –e intensificó– su faceta religiosa. A partir de Putin, Nevski adquirió un carácter dual: el príncipe no es sólo un guerrero, es un guerrero santo.
Para los ideólogos rusos de este siglo, la importancia de Nevski no radica sólo en la protección material de Nóvgorod, ni siquiera de la Rus de Kiev en su conjunto, sino en la protección de un elemento suprasensible: la esencia propia del «espíritu ruso». Es decir, para los ideólogos putinistas, la Ortodoxia de Oriente es parte constitutiva del «espíritu ruso» y es Rusia quien, a modo de misión santa, debe preservarla. Siguiendo esta línea, no puede pensarse a Rusia sin el cristianismo ortodoxo y, a su vez, no puede pensarse a la Ortodoxia sin Rusia. Moscú, como la tercera Roma, es la defensora de la religión verdadera frente a la amenaza ideológica foránea. Esta ideología –desde la visión putinista– no se limita sólo a las religiones heréticas, sino a un conjunto de ideas y valores “ajenos” a Rusia.
De lo anterior, se evidencia que las amenazas extranjeras no se remiten a las mismas que enfrentó Nevski –Suecia abandonó sus pretensiones imperiales hace siglos, la Orden de Livonia está extinta y los Caballeros Teutónicos forman parte de los manuales de historia– sino que se magnifican y se expanden en un concepto más amplio y de límites más porosos denominado Occidente. Precisamente, es en torno a este paradigma en donde se inserta la figura de Nevski; dentro de esta relación compleja y contradictoria entre Rusia y Occidente, en la que este último se plantea como una conminación siempre inminente que atenta contra las costumbres inveteradas eslavas5. Lo que se busca remarcar en estos discursos es que, frente a este adversario histórico, Rusia siempre ha tenido dirigentes que se han retratado como sus protectores: Nevski, Iván IV, Stalin, en el pasado; Putin, en el presente.
Finalmente, en 2021, con motivo del 800 aniversario del nacimiento de Nevski, Vladimir Putin inauguró una estatua de cincuenta toneladas ubicada en las orillas del lago Peipus en honor al Gran Príncipe y sus soldados6. La estatua se ubica en los límites de Rusia, en la frontera con Estonia –actual miembro de la OTAN y de la Unión Europea–. Carente de sutilezas, el complejo anuncia a sus vecinos del oeste, como un sugestivo recordatorio histórico, que Rusia ya ha vencido a Occidente más de una vez.
Conclusión
Aunque prescindimos de elementos adicionales, como la creación de órdenes e iglesias en su honor, este primer acercamiento nos permite observar el uso que distintos líderes, en distintos períodos y bajo regímenes políticos variopintos, han hecho de la figura de Alexander Nevski.
La faceta bélica fue siempre indiscutible y realzada, mientras que su carácter cristiano se acentuó o desdibujó según los casos. Sin embargo, todos han ignorado –o al menos, minimizado– la faceta política del príncipe. Nevski logró mantener a raya a los mongoles de la Horda de Oro durante todo su reinado a partir de una serie de acuerdos mutuos. Evidentemente, la capacidad diplomática no formó parte de los intereses objetivos de ningún régimen, por lo que esta dimensión jamás se destacó en los discursos.
Para concluir este estudio exploratorio, debemos señalar que la apoteosis de San Alexander Nevski propuesta por el poder político ruso ha sido exitosamente incorporada por la sociedad. A tal punto, que el príncipe fue destacado en una votación popular a comienzos de siglo como el hombre más importante de la historia rusa.7