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Globalización o desnacionalización (desde las alturas de De la Guarda)
En este artículo, Mariano Aja aborda la problemática de la globalización desde una perspectiva histórica. En su desarrollo no sólo analiza la postura de múltiples autores sino que, principalmente, se enfoca en la presentación "Villa Villa" del Grupo De la Guarda para demostrar cómo desde la cultura y la expresión las fronteras pueden romperse.

La caída del Muro de Berlín, en 1989, supuso el cambio de la bipolaridad ideológica que había regido al mundo desde la segunda guerra mundial, marcando además el fin de la guerra fría entre Estados Unidos y Rusia. Aunque muchos pensadores conjeturaron con el fin de la historia1, los cambios se dieron en varios campos. Podemos considerar como más relevantes al económico, con el surgimiento del Concilio de Washington y la implantación del neoliberalismo; o al tecnológico, desde la llamada tercera revolución industrial, que supuso un estallido de las comunicaciones reforzando la idea del surgimiento de una “aldea” global. En la actualidad, podemos abordar la cuestión de la globalización desde un enfoque histórico. Si bien hoy es posible cuestionar la originalidad de su emergencia en los 90´s, lo cierto es que es allí cuando comienza a considerarse al fenómeno en tanto objeto de estudio. En efecto, la globalización irrumpió como un tópico de debate en el terreno de “lo contemporáneo”.
En términos de Néstor García Canclini, la globalización se constituye como OCNI “ese objeto cultural no identificado que se presentaba bajo el nombre de globalización.”2. Otro autor fundamental para contextualizar la época es Renato Ortiz, quien en su obra Otro Territorio (1998) planteaba la noción de que asistíamos a la emergencia de una cultura internacional popular. La existencia de distintas culturas nacionales populares ya no era lo preponderante de nuestro mundo que con rasgos específicos se distinguen unas de otras, sino que había trazos muy concretos de una cultura internacional popular. “Lo nacional y lo local están penetrados por la mundialización, pensarlos como unidades autónomas sería inconsistente”3.
Esa penetración de lo global/mundial en lo cercano condujo a otro pensador, Marc Augé4, al desarrollo de un concepto fascinante: el de «no lugar» como espacio no histórico, no relacional y no identitario, definido por ciertas actividades tales como el comercio, tránsito, tiempo libre, transporte. Lugares donde prima el flujo y la circulación: prácticas distantes al arraigo. La paradoja de un lugar que es un “no lugar”, caracterizado, a su vez, por estos flujos. Los espacios se transforman en zonas de paso, como los aeropuertos y terminales de colectivos. Al mismo tiempo, estos entornos particulares se transforman en espacios culturales mundiales, cuyas prácticas y consumos se internacionalizan, como podría ser el fútbol o algunos espectáculos en espacios no tradicionales. En cuanto a estos últimos, debe decirse que buscamos tomar como exponente de ejemplo original de época a la experiencia Villa Villa, del Grupo De La Guarda.

Enter De La Guarda

El primero de septiembre de 1995 se estrenó en el Centro Cultural Recoleta Villa Villa de De la Guarda. En una carpa se vio por primera vez volar a sus intérpretes con el desprejuicio etéreo de una sensación festiva, sin control, sin historia aparente envueltos en una música primal de Gaby Kerpel, que los sacaba de los lugares conocidos para fluir hacia un desenfreno que intentaba pulverizar las fronteras de sus espectadores. Estas fronteras venían siendo fijadas por la hegemonía del folklore localista de los estados nación, fomentado por décadas para reforzar identidades estancas. Villa Villa era otra metáfora de ese cambio internacional. Era la visualización de la mundialización cultural de Renato Ortiz, de la hibridación cultural de García Canclini o Peter Burke; de algún modo, hasta del “no lugar” de Augé como espacio no histórico, no relacional y no identitario. La escenografía aérea del espectáculo se ofrecía enclavada en el medio de la década de los noventa. Era la instantánea perfecta de un mundo que estaba cambiando a los ojos de un público también nuevo. Quizás la clave unificadora se podía ver en la paradoja de la falta de diálogo, la ausencia de palabras que en vez de generar distancias dejaban paso al mundo volátil de la sensación en carne viva. Se estaba ante una performance abstracta, sin un texto y ni siquiera una duración fija. En las antípodas de lo que hoy definimos mal o bien como relato, o como sostenía García Canclini “el arte es más eficaz cuando se desprende de los lenguajes cómplices del orden… Se trata de restaurar una y otra vez la sorpresa —o moverla de lugar—, descolocarnos respecto de lo rutinario.”5.
Pero, si bien De la Guarda cumplía en sus espectáculos con todas estas premisas y presentaba una ilusión de vuelo espacial no ideológico -o de pérdida de la gravedad-, la agrupación tenía un origen terrenal, una prehistoria o génesis obscuro dibujado en la evolución de La Organización Negra, el grupo de arte callejero antecesor a de La Guarda. Para llegar al cielo hibrido mundial de Villa Villa, previamente se había desarrollado un recorrido a escala nacional que sirvió también para describir -alegóricamente- la transición de un paradigma de estado nación a otro de mundialización cultural. Los trabajos iniciales de La Negra en 1984, primer nombre de la formación, fueron intervenciones callejeras que buscaban captar la atención del público, rompiendo la rutina de los transeúntes enmarcados en lo que después se definiría como “teatro de guerrilla”.
Es innegable que esta época callejera estuvo empapada de un espíritu de post dictadura relacionado con la perdida y recuperación de la república democrática, donde lo nacional primó sobre lo global y la idea folklórica de un estado nación persistía, a pesar de que no podemos omitir el uso del lenguaje universal de la violencia. De esta época sobresale -entre otros espectáculos- Fusilamiento: simulacro de fusilamiento en una avenida, congelación y muerte en el asfalto con diferentes finales. Entre ellos, la recuperación de los performers que continúan cruzando la calle, o el rescate y corrida entre los autos a los gritos6. Ya transformados en La Organización Negra, en 1986, van a dejar las calles para estrenar en Cemento, el mítico espacio cultural de la ciudad de Buenos Aires, la obra U.O.R.C. Teatro de operaciones, pero manteniendo el espíritu callejero de aproximación desmedida hacia el público. Pero la violencia va empezar a convivir con “estrategias lúdicas de estimulación del público”. El despegue literal hacia el cielo internacional empezará en 1988 con el aprendizaje de técnicas de escalada, trabajo en altura y un enorme despliegue físico. Es el espectáculo de la Tirolesa que combina dos factores que tenderán a la mundialización, el éxito de la Tirolesa/Obelisco que los eleva en el ícono porteño a sesenta metros de altura, y presentaciones en países latinos como México y Brasil. De la calle había llegado a las grandes alturas de monumentos y edificios representativos: de ahí sólo quedaría volar por el mundo. El grupo se disuelve en 1993, pero el germen De La Guarda ya estaba expectante. De la realidad local se había atravesado con dolor y violencia hacia eventos culturales que conmoverían, en su sentido sensorial, a todo el mundo.
Esta posibilidad de contacto con culturas mundiales no dejaba de ser viajes muchas veces virtuales donde podíamos tomar la forma de migrantes, conociendo e incorporando otras culturas sin perder la propia. Se cruzaban límites y no se volvía de la misma manera o, como afirmaba García Canclini, la frontera está en todas partes. De alguna manera, Villa Villa rompió con esas fronteras, quizás imponiendo un espacio homogenizado, donde lo local y global flotaban de una manera novedosa -aunque no exactamente nueva-, similar a lo que Peter Burke llamaba “Creolización” 7.
La experiencia Villa Villa puso en evidencia que sus elementos constitutivos habían hibridado de tal modo que, pese a que sus orígenes provenían de Argentina como nación en sí misma, ese génesis local se disolvía en una sensualidad unificante. Esto otorgaba una impronta universal a la experiencia que invitaba a sentirse parte del mundo como un todo; fundamentalmente, por tratarse un espectáculo no mediado por palabras, idiomas o guiones que construyeran “fronteras” ante la potencia de lo que venía a comunicar.

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