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Sombras en el Sur
En el marco de la materia de historia dictada por el profesor Ramiro Segovia, alumnos de 6to A Sociales del Instituto La Salle - Florida han redactado ficciones históricas que buscan expresar los contenidos estudiados de forma creativa. Este trabajo de Catalina González Latorre, Oriana Nievas y Luana Wright, entre otros, ha sido seleccionado por Retornos para su publicación.

Me llamo Carlos Alberto López. Nací el 28 de septiembre de 1949 en el Gran Buenos Aires, en el barrio de Nuñez, hijo de padres argentinos. En 1966, con 17 años, aún cursaba el último año de secundaria. Mis días se pasaban entre la escuela y mis pasatiempos favoritos: tocar la guitarra con amigos, disfrutar de mates y debatir sobre cualquier tema que se nos cruzara. Juan Martin, mi hermano cuatro años mayor que yo, estudiaba Derecho en la UBA y era un apasionado de la política, algo que, para disgusto de mis padres, también empezaba a intrigarme a mí. Recuerdo una noche en la mesa en la que Juan Martín y papá discutieron:

— Mirá, viejo, en serio te digo que los sindicatos son la manera para unificar a los trabajadores.Nos cuidan a todos, laburantes y pibes como yo. Es clave que reconozcamos su importancia en el día a día.
— ¿Sindicatos? — respondíió papá con una sonrisa irónica —¡Andá, boludo! Esas cosas son para los peronchos y los que se quieren meter en quilombos. Vos tenés que concentrarte en tus estudios y dejar de lado esos temas.
— Papá, — Juan Martín había golpeado la mesa con firmeza — los sindicatos no son solo cosa de peronchos. Son los que bancan la parada defendiendo los derechos de los laburantes. No puedo simplemente hacerme el gil con algo tan importante.
— ¡No quiero que te metas en esas cosas, Juan Martín! ¡No son para vos! —le respondió papá elevando la voz. Me acuerdo que en ese momento, mi hermano me miró a mí y me dijo:
— Carlitos, también tenés que prestar atención. Esto es importante para todos, sobre todo para tu futuro.
— ¡Dejá a tu hermano afuera de esto! —le dijo a Juanma y me miró — Vos, Carlitos, no le des bola a las pavadas que dice tu hermano.
— Por favor, no empecemos otra discusión en la cena. —dijo mamá con su habitual tono conciliador— Estamos intentando disfrutar un tiempo en familia.

Yo era chico y en ese momento asentí en silencio pero mi atención estaba puesta en mi hermano. Hasta que en un momento me animé a comentar:

— ¿Y si tiene razón, viejo? Te acordas que al hermano de mamá lo habían echado y él recuperó su laburo en la fábrica después de una huelga del sindicato. No creo que esté mal que haya sindicatos.

Papá frunció el ceño, pero no me respondió. Mientras, Juan Martin me miró Carlos con picardía, contento por haber conseguido que me interesara. La cena siguió en un silencio tenso.

— Me parece muy interesante cómo fue tu hermano el que te llevó a unirte a la lucha por la justicia. El que de alguna manera te impulsó y guió. — comentó la editora de mi futuro libro mientras levantaba la vista del borrador.
— Si, a Juan Martín siempre le interesó lo que según mis padres no debía. Y como yo quería ser como él, siempre prestaba atención a lo que hacía… y bueno, termine acá, escribiendo un libro sobre mi vida.

El 30 de julio de 1966, regresaba del colegio a casa cuando, al llegar, encontré a mi madre al teléfono, visiblemente alterada. Su preocupación se desbordaba por el auricular, no paraba de gritarle al teléfono, y la escuche preguntar:

— ¿Dónde estás ahora? ¡Decime ya que te voy a buscar!

Supuse que con mi hermano, que se había metido en algún quilombo como siempre, pero no sabía bien qué había pasado. Del otro lado de la línea le dijieron algo que le saco un poco la tensión a mi vieja, y ella respondió:

—Bueno, avisame cualquier cosa y cuidate por favor, Juan Martín

Una vez más tranquila le pregunte qué habia pasado, si Juanma estaba bien, pero me respondió:

— Tu hermano está mal de la cabeza, se mete en esos grupos de hippies comunistas y cada vez me preocupa más. — aunque ante mi insistencia, finalmente agregó— Tu hermano fue a protestar a la facultad por la intervención de las universidades que dictaminó el gobierno. La policía entró y empezaron a exigir que todos salgan de la facultad, empezaron a ponerlosn contra las paredes y a golpearlos en las cabezas. Él pudo escapar, pero les pegaron bastonazos a todos. Vio a sus amigos sangrando y cómo se llevaron presos a profesores y estudiantes. Me llamó desde la casa de un amigo que vive por Martin Virreyes, me dice que le partieron el tobillo,que cuando le pasó no le dolía pero que ahora no puede caminar del dolor. Le dije que lo iba a buscar, pero me dijo que uno de los amigos vive por acá, así que lo trae, que piensa que necesita ir al hospital pero no quiere ir solo. Así que hay que esperar a que llegue y lo llevamos.

—Todo va a estar bien, mamá, no te preocupes — pero ella me miró con mucha pena en sus ojos y me dijo:

— Te pido por favor, Carlitos, que no te metas en las mismas que tu hermano, hacelo por mí, por favor, no puedo vivir con el miedo de que les paso algo a los dos.

No le respondí, no podía. Me estaba pidiendo algo imposible.

— ¿Esa fue la noche de los bastones largos? — me preguntó la editora.
— Así es. Se le dio ese nombre por la brutalidad de los policías en el uso de las macanas. Era un sinsentido usar la fuerza, pero bueno el ser humano siempre le tiene miedo a lo que no entiende, a la inteligencia, a que el pueblo se unifique y luche contra su represión.
— ¿Sentís que tuvo alguna secuela en los estudiantes como tu hermano esa noche?
— Absolutamente, mi hermano siempre fue un tipo muy valiente, pero yo sé que tenía miedo, miedo de ir a la universidad, de lo que le podían llegar a hacer a él y a nosotros. No es algo fácil darte cuenta que las fuerzas armadas no quieren que tu país evolucione, que sus jóvenes se eduquen para poder crecer en el país. Es algo que nos marcó a todos.

Los años pasaron, y la relación con mi viejo era cada vez más rocosa. Teníamos muchas diferencias y, para su disgusto, yo era cada vez más igual a mi hermano. Discutíamos mucho sobre nuestras ideologías pero también sobre mi futuro, me acuerdo que una de las peleas más fuertes que tuvimos fue por eso.

— Che, viejo, estuve dándole vueltas al asunto y me di cuenta de que, aparte de estudiar economía, tengo ganas de estudiar música. Siempre me gustó y siento que es lo mío. — Mientras veía que papá fruncía el ceño, ya me imaginaba su respuesta:

— ¿Música? ¿Me estás cargando, pibe? ¿Qué futuro pensás que te espera estudiando eso? Tenés que ser más pillo. Acá en la familia seguimos un camino seguro, uno que garantiza guita y estabilidad. Deberías seguir mis pasos y solo estudiar economía, laburar en un banco. Esa es la verdad de la milanesa para asegurarte un buen futuro.

— Pero, papá, ¿no te das cuenta de que esto es lo que me llena? No me veo pasando mis días en un banco, haciendo algo que no me apasiona. La vida no es solo guita, es sentirse pleno con lo que hacés.

— Hijo, la realidad es que necesitás un trabajo estable y que pague bien para bancarte en este mundo. ¿Creés que el arte te va a dar eso? ¿Creés que vas a poder mantener una familia tocando la guitarrita?

Para ese entonces, la frustración ya se había apoderado de mí.

— No se trata solo de guita, viejo. Se trata de seguir mi pasión, de ir tras mis sueños. ¿Qué tiene de atractivo vivir una vida que no me llena solo por la plata? —Papá suspíró y siguió con su perorata:
— Entiendo que quieras ir tras tus sueños, pero tenés que ser más vivo. La economía es un campo muy amplio y con mil oportunidades. No quiero que después te arrepientas de no haber tomado la decisión correcta.

— ¿Y mi felicidad? ¿Y la idea de vivir una vida que sea auténtica y plena? No puedo dejar eso de lado solo por la seguridad financiera. Además, ¿quién dice que no pueda tener éxito en el mundo del arte?
— Perdoná, nene, pero no te puedo bancar en esta —me contestó resignado—, si decidís ir por ese lado, lo vas a tener que hacer solo.

Desde esa conversación nunca volví a traer a la mesa el tema de estudiar otra carrera, seguí con economía, le tomé un poco de aprecio pero yo sabía que nunca me iba a hacer feliz, o por lo menos no como la música lo haría.

— ¿Estudiaste algo relacionado con la música?
— Lo pensé varias veces, pero nunca lo hice. Será un sueño que tendré que cumplir en otra vida — le contesté a la editora.
— ¿Por qué no ahora? Todavía sos joven, podrías intentarlo.
— Sos muy dulce, Ale, pero no lo creo. Ahora me estoy centrando en el libro y en disfrutar con mi familia.

El contexto político en el país se tornaba cada vez más tumultuoso. En 1973, con 24 años, participé en la liberación de presos políticos tras la victoria electoral de Cámpora.

Me encontraba en la Plaza de Mayo junto a un grupo de militantes de la Juventud Peronista – La Tendencia, estábamos festejando la victoria de Cámpora. La atmósfera estaba cargada de emoción y esperanza, pero también de tensión, ya que sabían que la lucha por la liberación de la Patria recién comenzaba.

Entre la multitud, me acerqué a mis compañeros, Pablo un amigo de la facultad y Ana la prima de Pablo.

— ¡ Carlos! — me gritó Pablo con los ojos brillantes de emoción— ¡Ganamos, carajo! Es hora de hacer algo!
— Escuché entre la multitud que quieren ir a liberar a los presos políticos de Devoto, ¿les parece si vamos?
— ¡Es hora de liberar a nuestros compañeros! — exclamó Ana con una mirada fuerte — ¡No podemos esperar más!

Junto con la multitud de la plaza nos dirigimos hacia la cárcel con determinación, llevando pancartas y consignas de libertad. Finalmente, llegamos a las puertas de la cárcel, donde fuimos recibidos por un grupo de guardias armados. Entre la multitud también se veían miembros del Partido Revolucionario de los Trabajadores, que si bien no eran peronistas, aprovecharon la situación política para forzar la liberación de los presos políticos. Se escuchaba una voz firme y decidida que decía:

— ¡Abran las puertas! ¡Exigimos la liberación de los presos políticos! ¡Es el momento de la justicia y la libertad para todos los argentinos!
— ¡ERP y Montoneros son nuestros compañeros! ¡ERP y Montoneros son nuestros compañeros! — la multitud cantaba mientras los militantes amenazábamos con entrar por la fuerza a la cárcel de Devoto.

Carlos, Pablo, Ana y yo entramos finalmente con esa verdadera montonera a la presión al enterarnos de la noticia del decreto de Cámpora habilitando la liberación de los presos, en donde fueron recibidos con abrazos y lágrimas de alegría por parte de los presos políticos. La emoción llenaba el aire mientras los prisioneros salían de sus celdas, abrazando la libertad después de tanto tiempo.

Entre la multitud, me acerqué a uno de los presos, un hombre mayor con el rostro marcado por la tortura y la injusticia.

— Compañero, estamos aquí para llevarte a casa — le dije con voz suave pero firme. El hombre me miró con gratitud y emoción.
— Gracias, hijo. Gracias por no olvidarnos, por luchar por nuestra libertad. Hoy, la Argentina es un poco más libre gracias a jóvenes como vos.

Sonreí, sintiendo el peso de la responsabilidad y la esperanza en mis hombros. Sabía que la lucha por la justicia social y la liberación nacional aún no había terminado, pero en ese momento, en medio de la alegría y la emoción de la liberación, me sentía más vivo y comprometido que nunca.

Las protestas y movilizaciones eran moneda corriente y su confianza con la causa era cada vez más fuerte.

— Ese fue el día en el que más vivo me sentí. Lo recuerdo siempre con mucho cariño — le comenté a alejandra cuando levantó la mirada del borrador del libro.
— Y… es una experiencia única, no todos pueden decir que formaron parte de la liberación de aquellos presos políticos.
— Tenes razón. Pero hay otro motivo por el cual ese 25 de Mayo dejó una marca.
— ¿Cuál?
— Ese día fue el día en el cual me di cuenta que Ana era más que solo la prima de mi amigo, que mi corazón latía por ella, y esto me sirvió para seguir luchando en busca de un futuro mejor para nosotros.
— ¡Qué lindo Carlos! No siempre estas historias incluyen el amor.
— Lo sé, por eso lo agregué. El amor siempre está entre nosotros, ya sea platónico o romántico. El amor es lo que me sostuvo todo estos años. El amor por mi hermano, por Pablo, Ana, mis amigos, compañeros, mi madre, mi abuelo y mi Argentina. Al fin y al cabo, el amor siempre vence al odio.

Durante el gobierno de Isabel Perón, en 1974, me uní al grupo guerrillero de Montoneros a través de mi gran amigo Pablo. La decisión de unirme a la guerrilla vino de una parte mía la cual quería tomar una postura de resistencia ante la represión militar. No estaba del todo de acuerdo con el uso de la violencia ya que estábamos en democracia, pero dada la situación represiva y económica, sumada al hecho de que la censura aumentaba cada vez más, me di cuenta que la clandestinidad era nuestra única opción. Así que durante los siguientes dos años forme parte de operaciones clandestinas junto a Montoneros. Una de ellas fue el encarcelamiento de los hermanos Born, empresarios que tenían un monopolio mundial de harina y diversas empresas agrícolas e industriales. Ellos fueron acusados y condenados por nosotros, por su actuación contra los trabajadores, el pueblo y los intereses nacionales en septiembre del 74. Ese secuestro, el más caro de la historia de la humanidad, nos permitió una financiación de setenta millones de dólares estadounidenses más de un palo doscientos mil de dólares en mercancías.

— ¿Fue fácil unirse a Montoneros?

Carlos: No, le di muchas vueltas, no quería recurrir a la violencia y la verdad es que tenía mucho miedo de lo que podía pasar. Pero no podía no hacer nada, y unirme me pareció la mejor opción.

Alejandra: ¿Lo volverías a hacer? ¿Lo elegirías de nuevo?

Carlos: Si. Ni lo dudaría. Aunque haya sufrido mucho, lo volvería a hacer, todo para poder asegurarle a mi familia una Argentina libre y segura para ellos.

Fue en marzo de 1976 cuando la represión llegó a otro nivel. Con 27 años vi cómo los militares tomaron el poder, como los argentinos fuimos negados nuevamente a vivir en una democracia y fuimos obligados a volver a vivir en una dictadura cívico-militar. Al enterarme de esta desgarradora noticia, el miedo, la rabia, y la impotencia se acomodaron en mi pecho, como una tormenta perfecta que amenazaba con arrastrarme. Pero esa sensación duró poco. Desde la conducción de la organización nos aseguraban que se trataba del mejor escenario para que el pueblo se terminara de inclinar por la lucha revolucionaria contra un régimen claramente opresor. Rápidamente sentí una chispa de determinación incandescente. No podíamos permitirnos caernos ante el desaliento. La lucha, aunque ahora más peligrosa que nunca, era nuestra única opción.

Para julio de ese año, ya teníamos una operación. Nuestro gran compañero Pepe Salgado se infiltraría en la Policía Federal. Era momento de ajusticiar a nuestros a compañeros muertos, desaparecidos, perseguidos, y aquellos que debieron dejar el país bajo otros nombre luego del hostigamiento constante por parte de los milicos. El 2 de julio del 76 decidimos poner una bomba en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal. Fue Pepe el que la colocó. El sentimiento de que por fin se estaba tomando justicia popular y revolucionaria por nuestros compañeros se sentía en el aire. Cada milico que caía se convertía en una plegaria silenciosa en honor a la memoria de los compañeros, una promesa de que su sacrificio no había sido en vano.

Iban pasando los meses y el secuestro y desaparición de nuestros compañeros no frenaba. Nosotros continuamos con nuestro accionar violento y, visto con el diario del lunes, esto validaba la gran mentira que querían vender los militares de que estábamos en una guerra interna y que ellos luchaban para destruir a los subversivos, cuando en realidad se encargaron de desaparecer a todo aquel que levantara la voz contra el régimen o contra las injusticias que se vivían en las fábricas. Nosotros mismos nos referíamos también a la época como una guerra. Hoy no puedo sacarme ese feo sentimiento de encima. Ellos eran el gobierno, ellos eran militares que contaban con una preparación de guerra y eran ellos los que torturaban y desaparecían argentinos. Nosotros, en verdad, no contábamos con una fuerza equiparable, ni control de territorio, ni mucho menos cometimos torturas ni ocultamos nuestras acciones. Y si desde nuestra parte decíamos que estábamos en guerra permitimos que los militares se justificaran y yo no quería eso. Además tenían el tupé de publicar en los diarios la muerte de compañeros y decir que había habido un enfrentamiento, cuando todos sabíamos que esas personas habían sido asesinadas en los centros clandestinos, tras sistemáticas torturas.

Tuvimos que implementar medidas de seguridad. Cada determinda cantidad de horas nos llamábamos para asegurarnos de que no nos habían capturado y, en el caso de que no hubiera respuesta, inmediatamente avisábamos a los compañeros que estuvieran en peligro ante una eventual delación en el contexto de tortura para que tomaran medidas de seguridad.

— Carlos… ¿Cómo te sentís hoy cuando hay gente dice que la dictadura fue una guerra civil?
— Me encantaría poder expresarlo de una manera civilizada, pero no puedo. Simplemente quiero que esas personas entiendan que si lo que hicimos nosotros no estaba bien, debía ser juzgado. Los militares tomaron el gobierno, tenían todo el poder del Estado y se aprovecharon para desaparecer todo lo que no les convenía, para matar y aterrorizar a miles de argentinos de forma totalmente ilegal, alegando que atentaban contra la tranquilidad de nuestro país. Cuando la realidad era otra, ellos lo que querían una Argentina manipulable y a la disposición de sus intereses que solo privilegiaban a las clases más altas, y se cagaban en el resto de la población. Además, si hubiera sido una guerra, no solo desaparecían y mataban a quienes estábamos en la joda, en la lucha armada. Se llevaban sobre todo trabajadores, militantes gremiales, docentes, estudiantes y compañeros que en su vida había tocado un fusil.
— ¿Hubiese actuado distinto en esta época?
— Hubiese sido mejor reconocer que habíamos sido derrotados, que una revolución ya no era posible en 1976. Que había que recurrir a la exposición internacional, a hacer que todo el mundo sepa lo que estaba pasando y dejar de tirar leña a un fuego que solo encendía el horno del terror.

Nunca esperé recibir un llamado de ese estilo, diciendo que tenía que huir y cuidarme, pero sucedió y sentí como mi mundo se vino abajo. El 8 de mayo de 1978 volvía a mi casa luego de haberme juntado con unos amigos, entre ellos Pablo y Ana, recordando el buen momento que habíamos pasado la noche anterior, agradeciendo por tener esas amistades que en un momento tan feo me permitían dispersarme un rato y disfrutar de la vida. Agradeciendo a Pablo por haberme presentado a Ana tantos años atrás y a ella por haber compartido tantas cosas juntos y por conocerme bien y haberme invitado a pasar la noche con ella ya que sabía que andaba con la necesidad de una distracción. También estaba agradecido con ella por haber insistido hasta cuando yo dudaba porque esa noche Pablo se iba a quedar a dormir a mi casa, y no lo quería dejar de lado pero entre pasar una noche con él o con su prima la elegiría a ella un millón de veces. Llegué a mi casa y sonó el teléfono, no esperaba el llamado de nadie, todavía no era hora de que me llamen para ver si seguía acá, así que me tomó por sorpresa. Atendí, con duda, pero atendí. No me esperaba nunca las palabras que salieron de la boca de Angel, uno de los chicos. Me decía que lo habían llamado a Pablo y que no contestaba, que habían esperado y lo llamaron varias veces más, pero no habían señales. El Tucu, uno de los pibes que vivía cerca de lo de Pablo, había ido a buscarlo, pero no lo encontró, vio a militares de civil saqueando cosas de su casa y decidió no acercarse. Que ahí llamaron a Ana para avisarle y más que nada para preguntarle si sabía algo de su paradero. Ella dijo que estuvo con nosotros anoche, que a eso de las doce se fue para la casa y doce y media había avisado que ya había llegado, y que eso fue lo último que habían hablado. Yo ya sabía cómo seguía la cosa, sabía que me iba a decir que me tenía que ir de mi casa, a esconderme, y que tenía que dejar de usar mi nombre, que no podía llamar a nadie del círculo, ni Ana, que era muy peligroso y que en esta situación no convenía. Yo ya sabía todo esto, sabía que estaba pasando, pero igualmente cuando me lo dijo se sintió como un balde de agua fría, no lo podía creer. Ya había pasado por la desaparición de compañeros pero nunca nadie tan cercano como Pablo. Él era mi mejor amigo, mi hermano, mi compañero en cada etapa de mi vida, mi sangre. Mientras Ángel hablaba yo recordaba todos los momentos que compartimos juntos, me costaba creer que él podría estar en una habitación, atado a una silla, siendo interrogado y golpeado por milicos. Angel me recordó que tenía que hacer rápido, que agarre un poco de ropa y que me vaya de mi casa, que no le diga a donde me iba, por las dudas, y colgó. Me quedé parado en medio de la cocina mirando a la nada intentando creer lo que estaba pasando cuando me cayó la ficha. A Pablo le pasó esto porque yo me quede en lo de Ana, él iba a venir a casa, se iba a quedar dormir e íbamos a pasar una noche como cuando eramos chicos, pero a mi me ganó lo pajero y me quedé en lo de Ana. Ana, lo mal que se debe sentir ella, está en la misma situación que yo y no la puedo llamar, me encantaría hacerlo… pero no puedo. Mis acciones ya llevaron a que Pablo sea secuestrado, no le puedo hacer lo mismo a ella. Así que con un gusto agrio en la boca, me fui para mi habitación, agarré un bolso, le metí ropa, toda la guita de abajo del colchón y agarré las llaves, las de mi casa, pero no la de aca de capital si no las de avellaneda, agarré la caja que nunca creí tener que agarrar, la que estaba guardada en en un piso falso en una parte del placard, al lado de ese DNI trucho que esperaba no tener que usar, volví a guardar la caja en su lugar y me fui.

— ¿Te seguis sintiendo responsable por el asesinato de Pablo?
— Más o menos. Yo sé que era algo que nos podía pasar a cualquiera. Que todos habíamos aceptado ese riesgo… pero Pablo era mi mejor amigo y yo quería protegerlo de todo, y antes de que se lo chupara yo me creía posible de poder hacerlo. Cuando pasó me di cuenta que por más que intentara había cosas que no podía controlar. Vivo todos mis días recordándolo y asegurándome de que su memoria no sea olvidada.
— ¿En algún momento deja de doler?
— No sé si deja de doler, simplemente se vuelve más fácil de llevar. Sonreís al recordarlo, al ver cosas que le gustaban y mantener viva su presencia ayuda muchísimo.

Pasé tres semanas en Avellaneda, en la casa que me dio mi abuelo cuando cumplí 18, me acuerdo que me dijo; “Tomá, son las llaves de una casa en Avellaneda, nadie sabe que existe, está bajo el nombre de Sebastián Echeverría, espero que nunca la necesites, pero te la doy igual porque te conozco y sé los tiempos que se vienen y aunque espero que no sea así, prefiero que la tengas por si llega el momento que la necesites. De esta casa no puede saber nadie, se tiene que quedar entre vos y yo”. Recuerdo pensar a esa edad en esas palabras y preguntarme a qué se refería. Aunque no lo entendía del todo sabía que debía hacerle caso, mantener la casa un secreto y solo recurrir a ella en una situación de emergencia. Pensé varias veces en usarla como escondite para la organización, pero siempre me agarraba una presión en el pecho, y pensaba que haciéndolo de alguna forma traicionaría a mi abuelo y no estaría cumpliendo con su deseo, así que nunca revelé la existencia de la casa. Durante esos días me sentí muy perseguido. Apenas salía al almacén del barrio a comprar cosas necesarias y casi que ni hablaba con nadie. Fueron unas semanas muy duras, pero me dieron el espacio para despedir a mi amigo, para llorar su desaparición en paz y pasar por todas las etapas del duelo porque la esperanza de que vuelva a casa habían desaparecido por completo en la última semana.

— ¿Por qué no usaste la casa como escondite? — me preguntó Alejandra.
— Mi abuelo era un tipo muy inteligente, nunca se equivocaba, si te decía algo tenía razón. Cuando me dio la casa, todavía era joven no sabía bien lo que me esperaba el futuro, pero al escuchar a mi abuelo supe que tenía razón. Que no me podía acobardar y que tenía que seguir el camino de la lucha, aunque sea más difícil. Yo no sabía del todo a qué peligros me presentaba, pero él sí, así que confié ciegamente y lo volvería a hacer.
— ¿Sabes que es de la casa hoy en día?
— Sí. Las llaves se las quedó uno de los pibes y lo último que supe es que al pibe se lo llevaron y un milico se quedó con la casa. Pero hoy en día no sé en las manos de quién está.
— ¿Te gustaría volver a esa casa?
— No.
— ¿No?¿Por qué?
— No, la casa me ayudó, pero no tengo buenos recuerdos de ella. Pasé un muy mal momento allí, separado de todos, obligado a sufrir sin la compañía de nadie. Le agradezco, pero no volvería.

Hacia finales de mayo me llamó Víctor, uno de los pibes y el único que sabía de la casa. Antes de la muerte de Pablo, habíamos acordado entre nos que si alguna vez nos teníamos que esconder nos daríamos el número de la casa, con la esperanza de usarlo para avisar que ya no era necesario estar alejado. Me dijo que podía volver para capital, no a la misma casa, que no convenía, pero que por lo menos me podía volver con los chicos, con Ana. Y fue lo que hice, me reencontré con ella y los pibes. El domingo de esa semana nos juntamos y recordamos a Pablo, escuchamos la música que le gustaba a él y compartimos nuestros recuerdos. El mes de junio lo pasamos con Ana de casa en casa, sabiendo que era peligroso. Recurrimos mucho a lo de su madrina, una mujer amorosa que nos ayudaba cada vez que podía. Para este año Montoneros ya no actuaba en el país, no lo hacía desde después de la masacre en el comedor, pero nosotros seguíamos siendo hostigados. Nuestro estilo de vida consistía en una paranoia constante, estar mirando todo el tiempo sobre el hombro, evitar decir nombre en lugares públicos por miedo de que alguien escuchara, no estábamos viviendo sino sobrevivimos en esa época tan gris. Hasta el 28 de junio, el día en el que entré a mi casa y estaba todo dado vuelta, cosas tiradas, la biblioteca tirada en el piso, libros abiertos y rotos, todo absolutamente todo estaba dado vuelta. Me acordé de la caja con las llaves y el DNI, salí corriendo a buscarla, pidiéndole a cualquier santo que me ayude y que la caja siguiera estando con sus contenidos en su lugar correspondiente. Estaba y tenía todo, sentí un alivio enorme, un peso que salía de mis hombros, iba a ser posible. Que la casa estuviera así no decía que me habían entrado a robar. Era mucho peor, significaba que habían venido a buscarme. Ahora sabían quién era, lo que hice, con quién me relacionaba, dónde vivía, todo. Solo quedaba una opción, una que me entristecía el alma, pero la única y era la correcta. Tenía que irme del país, dejar atrás todo, incluso mi identidad, Carlos Alberto López ya no podía sobrevivir en una Argentina gobernada por los militares. Así que lo decidí en el momento, dije “Me voy” y nuevamente armé un bolso con mas ropa esta vez, hice unas llamadas para arreglar un par de cosas y la llamé a Ana, le dije que habían entrado a mi casa, que ya no me podía quedar, que no me iba a quedar y que quería que se viniera conmigo. Tenía dudas de cómo iba a reaccionar a esto último, pero me sorprendió cuando me dijo que estaba lista, que era algo que venía pensando hace un tiempo, que ya no aguantaba estar acá, que su madrina le insistía y le recordaba que acá corría mucho peligro. Quería proponérmelo a mí, pero tenía miedo de que le dijera que no, porque sabía lo que Argentina significa para mí. Yo le dije que sí, que esta era mi casa y siempre la iba a amar, pero que hace años que no vivimos, apenas sobrevivimos y ya no vale la pena. Le pregunté nuevamente si entendía lo que significaba esto, íbamos a tener que renunciar a nuestra identidades, a nuestras vidas y me dijo que sí, que estaba lista. Me dijo que me vaya para la casa de la madrina que ella ya estaba allá y que Luisa nos iba a ayudar con todo, así que colgué, me puse el bolso al hombro con mis cosas, y agarre la caja, pero esta vez no solo agarre las llaves, que las llevaba más que nada por las dudas, sino que también el DNI, que sería la clave para lo que se venía y me fui para allá.

El avión estaba a punto de despegar, yo estaba sentado del lado de la ventana, con Ana a mi costado, aferrada a mi mano. La pobre le tenía pánico a los aviones, se había subido una sola vez y quedó traumada. A diferencia de ella a mí me gustaban, así que deje que agarre fuerte mi mano y no me quejé cuando sentí que mis dedos se rompían porque quería estar para ella y que supiera que siempre se va a poder apoyar en mí para lo que necesitase. Nuestro destino era España, nos íbamos a estar quedando en una casa de la hermana de Luisa a las afueras de Madrid. Mientras el avión despegaba yo pensaba en todo lo que tuvimos que dejar de lado, en todas las personas que no pudieron irse. Este nuevo capítulo lo empezábamos como Dolores Angeles y Sebastián Echeverría. Dos personas emocionadas por conocer lugares nuevos pero con la latiente esperanza de sus corazones de pronto poder volver con sus compañeros y al único lugar que llamarían hogar.

— Irse no es fácil. — le dije a Alejandra — Hace que la conciencia pese, porque uno se va porque tiene alguien que lo ayuda, en este caso Luisa y su hermana, que nos dieron plata para todo. Pero cuesta, porque está la culpa de estar dejando a los compañeros, de alguna manera limpiarse las manos, y desvincularse del problema completamente. Cuando no se hace con esa intención, sino que es el último recurso.
— Si era tan difícil ¿por qué lo hizo? ¿por qué no se quedó?
— Como digo en el libro, nosotros no estábamos viviendo, simplemente sobrevivíamos, con el miedo constante de nunca ver más a nuestros seres queridos.
— ¿Pero no fue esa siempre su realidad?
— Si, pero uno se cansa, y también tiene ganas de disfrutar de la vida, tiene ganas de vivirla. Y con Ana embarazada acá era imposible. Corríamos mucho riesgo y el estrés de la situación no ayudaba al embarazo, y el miedo de que le pasara algo a nuestro hijo era muy grande como para poder quedarse en Buenos Aires.

Catalina González Latorre, Oriana Nievas y Luana Wright.

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